domingo, 25 de septiembre de 2011

Prosas apátridas


Como suelo hacer en algunas ocasiones, me desperté en plena madrugada para leer. De inmediato, prendí la luz de la mesa de noche y cogí el libro de Ribeyro, «Prosas apátridas», cuya lectura había alargado casi dos meses, y no por falta de tiempo sino por que era tanto el deleite que me provocaba, que bebía del libro como si fuera un vino intenso, presto a brindar goce a cualquier lector sediento. Así que de un tirón y con mucha pena acabé las pocas páginas que le quedaban. Transcribo una de las prosas que más me cautivó:

58

Ahora que mi hijo juega en su habitación y que yo escribo en la mía me pregunto si el hecho de escribir no será la prolongación de los juegos de la infancia. Veo que tanto él como yo estamos concentrados en lo que hacemos y tomamos nuestra actividad, como a menudo sucede con los juegos, en la forma más seria. No admitimos interferencias y desalojamos inmediatamente al intruso. Mi hijo juega con sus soldados, sus automóviles y sus torres y yo juego con las palabras. Ambos, con los medios de que disponemos, ocupamos nuestra duración y vivimos un mundo imaginario, pero construido con utensilios o fragmentos del mundo real. La diferencia está en que el mundo del juego infantil desaparece cuando ha terminado de jugarse, mientras que el mundo del juego literario del adulto, para bien o para mal, permanece. ¿Por qué? Porque los materiales de nuestro juego son diferentes. El niño emplea objetos, mientras que nosotros utilizamos signos. Y para el caso, el signo es más perdurable que el objeto que representa. Dejar la infancia es precisamente reemplazar los objetos por sus signos.


En algún momento del libro, impulsado por la voz de Julio Ramón, añadí una prosa apócrifa que escribí a lapiz al final del texto. Como éste posee 200 prosas, la mía fue la 201 y, para finalizar el post, la transcribo a continuación:

201

El escritor y las mujeres. Como cualquier hombre, el escritor tiende a buscar a esa mujer capaz de satisfacer sus necesidades emocionales, intelectuales o carnales. Ocurre que cuando nos encontramos con esa mujer, que, por cierto, es muy guapa, «nos quedamos sin palabras». Es bella, de conversación entretenida y hasta conoce las leyes del ajedrez, pero no hace fluir en uno ese torrente de palabras que contribuyen al quehacer literario. Ante mujer tan atractiva, cosa extraña, nos vemos poco estimulados para realizar nuestro trabajo. En cambio, cuando nos topamos con una mujer diferente y hallamos en ella los rasgos de una musa, las palabras se reproducen incansables dentro de nosotros en una orgía verbal, pugnando por salir y fijarse en el papel. Es allí cuando nos sentamos en cualquier banca y escribimos con fuerza implacable. Mujeres normales y musas. Las primeras nos cobijan entre sus piernas. A las otras nunca les somos interesantes.

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