domingo, 22 de marzo de 2015

Señores y sirvientes


No soy una persona muy religiosa, la verdad. Es más, la idea de Dios —el Dios con «d» mayúscula— me ha inquietado tanto desde que descubrí que una persona puede vivir en la tierra sin creer en Dios. Puede incluso morir sin creer en Dios. Y en el transcurso del inicio de la vida y la llegada de la muerte lo que hace uno, pues, es leer muchos libros, entre otras cosas, y es haciendo esas otras cosas y leyendo esos muchos libros donde, quizá, quién sabe, se le presenta Dios a uno y uno no lo sabe porque no está buscando a Dios precisamente haciendo las cosas que tiene que hacer y leyendo los muchos libros que tiene que leer. 

Dios. Cuando uno tiene sexo, él o ella suelta ese «oh, Dios» mental que en una porno es el oh, my God! verbal y es quizá porque allí se ha manifestado algo divino, algo que uno no puede explicar y tal vez solamente lo suelta por el mero hecho de agradecer eso que se le está manifestando a uno, como la suerte. Recuerdo que daba el paseo del domingo con una tía muy anciana que ya murió, pero que en ese entonces vivía y se gastaba caminando, y necesitaba un bastón para caminar y un sobrino que la acompañe por las calles del centro de la ciudad, solo por el hecho de gastarse lo poco que le va quedando de vida caminando, como si no se hubiera caminado ya mucho a esa edad; esa tía, decía, caminaba conmigo bajo el sol de la ciudad del que en ese entonces no renegaba, cuando vimos de pronto una cartera. Me agaché a recogerla y nos pusimos a observar su contenido. Quiere decir que nos detuvimos. Tan solo unos metros más adelante vimos cómo un balcón se desplomaba justo en el lugar en el que hubiéramos estado si no hubiéramos encontrado la cartera. Entonces mi tía dijo «Dios, qué suerte». Y por un instante entendí cómo se corporizaba esa pequeña estela que Dios deja a su paso si es que estamos pensando que Dios ha transitado por allí. No hubiera sido lo mismo si otro se hubiera encontrado la cartera en otro momento, unos minutos antes. Una cartera que se aderezaba al sol.

Dios, quiero decir, se manifiesta de múltiples formas en la vida de un hombre si pensamos que ese hombre tiene alguna idea sobre dios (ahora con minúscula).

Y lo que me sucede a mí es que leo un párrafo y, cuando es magistral, pienso «Dios» y digo «Dios» en la mente y si estoy solo digo «Dios» muy bajito, y así Dios se va acumulando en lo que voy leyendo y ese Dios que se piensa o se pronuncia se dice por algo, porque uno intuye que en lo leído hay una suerte de Revelación (con mayúscula). Uno ve la luz, quiero decir. Y he dicho muchos dioses con Francisco Umbral, si vamos al asunto. Pero los dioses que más me cuesta reconocer son los de Michon porque Michon escribe como Dios, es decir, en modo difícil y uno tiene que leer dos, tres veces el mismo párrafo y a fuerza de releerlo uno acaba leyendo el mismo libro dos, tres veces. Dios, o Michon, cuando uno ya lo tiene leído, cuando ya ha avanzado algo del libro, cuando las primeras páginas ya dejaron de ser las primeras, es entonces que, si no lo ha dicho antes, comienza a decirlo después. Comienza a decir «Dios». No encuentro otra manera de explicar la buena literatura. 

Me cuesta reconocerlo porque en el instante mismo que lo leo le quiero ver las costuras a eso que está escrito y no puedo porque la sintaxis no me deja. Pero luego viene de golpe esa suerte de stendhalazo, todo eso que es Michon viene de golpe y lo empuja a uno, lo azota fuerte en el pecho, como en aquella vez que jugaba al fútbol.

Jugaba, digo, porque ahora, debido a una enfermedad, ya no juego. Jugaba y caminaba por el césped sintético (porque lo bonito de jugar al fútbol era que uno podía pasársela caminando todo el partido si así lo quería y decir que había jugado), caminaba y pensaba. Y puedo jurar que no pensaba yo, si no que otra fuerza me hacía pensar. Horas antes había terminado Vidas minúsculas, donde Michon es más Dios, es decir, que es su obra maestra, y aquella prosa me golpeaba mientras caminaba en el césped, y no podía contener tanta belleza, y es allí cuando uno piensa «Dios» y lo dice, porque nadie lo está oyendo a uno, y también quiere llorar, porque la belleza tiene ese poder, llorar y correr para gastarse un poco. Y así me pasó cuando leí Los once o Rimbaud el hijo. Había un momento de suspenso luego de acabar el libro, un suspenso de horas o días en los que esa prosa elegante me seguía golpeando. Y hoy, mientras nadaba en la piscina junto a K, me golpeaba con fuerza renovada, esa prosa tenue y confusa, me daba en el pecho, que es por donde comienzan todas las iluminaciones, esas imágenes que aún resuenan en la mente como si Michon mismo las estuviera escribiendo al  tiempo que uno las va pensando. Y las escribe con fuerza. Como para que no se olviden, como para que pesen en el alma de uno. Como para que uno mismo tenga alma de una vez. Como si Michon nos estuviera creando o, lo que es lo mismo, escribiendo. 

No, lo serio de verdad, aquello en lo que consiste la pintura, es trabajar igual que rema un galeote en la mar, con rabia e impotencia: y cuando está rematado el trabajo, cuando se abren por un momento las puertas del presidio, cuando está colgado el lienzo, hay que decir a todos, a los príncipes, que se lo creen, al pueblo, que se lo cree, a los pintores, que no se lo creen, que a uno le salió la obra de golpe, contra la propia voluntad y en un milagroso acuerdo con ella, casi sin cansancio, igual que una primavera que brotase en la punta de los pinceles, en decir que un algo se adueñó de la mano de uno y la fue guiando de la misma forma que los putti con un solo dedo sujetan un carro; y ese algo es Tiépolo redivivo, toda la pittura infundida en uno, la observación de esa naturaleza tan preciada (¿está usted oyendo, señora mía, las silenciosas carcajadas que les suenan por dentro de la cabeza a los pintores?), el arte en fin, alado como un ángel y complaciente como una maja. Algo así como imaginarse a un galeote, en el puente de la galera, con una bola en cada pie y las manos inertes, declamando que el mar ha tenido la gentileza de impulsar su remo, que ha ocupado su lugar para purgar su pena, que lo ha acunado y —¿por qué no?— que ha nacido de su remo.

MICHON, Pierre. Señores y sirvientes. Barcelona: Anagrama, 2003.

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