domingo, 23 de agosto de 2015

El novel (II)


Y se supone que debía leer el manuscrito de F.

Lo dejé sobre el escritorio y lo fui olvidando y el manuscrito terminó acompañado de libros nuevos, libros releídos, botellas plásticas de Coca-Cola Zero, apuntes sueltos, lapiceros, una lata de desodorante, envolturas de chocolate, varias monedas de uno y cinco céntimos arrojadas al azar, colillas de cigarrillos, una traducción de Alfred Jarry en la que estaba trabajando y que había olvidado, pastillas para dormir y uñas, muchas uñas. Todo eso lo fui descubriendo después de que F me preguntara por teléfono si había leído su manuscrito. Yo le dije que sí. Luego de colgar, me puse a buscarlo. Creí haberlo perdido y tuve que limpiar el escritorio.

El manuscrito estaba sucio y me alegré. Pensará que lo he leído, me dije. Porque, viéndolo de esta forma, ¿quién pierde los valiosos minutos de su vida leyendo trescientas cuarenta y dos páginas, habiendo muchas formas de perder el tiempo (esperando el bus o una llamada telefónica, por ejemplo)? Pero ¿hay alguien peor que aquella persona que no quiere perder el tiempo que le depara la lectura de un manuscrito de trescientas cuarenta y dos páginas? Sí, por desgracia existe y es alguien que ya invirtió su tiempo y dinero en escribir e imprimir la misma cantidad de folios.

F llamaba cada cierto tiempo para preguntarme cuándo nos podíamos reunir. Total, se supone que yo ya había leído su texto y lo que el autor buscaba ahora era una opinión, un juicio literario. La impresión de su primer lector. Yo comencé a inventar excusas: tuve gripe dos semanas seguidas, mi prima de dieciséis dio a luz y tuve que ir al hospital, me mudé a otro cuarto, trabajé como redactor en una web porno, el abuelo se perdió otra vez pese a tener una enfermera particular. Hasta fui nombrado director de una revista virtual donde se reseñaba literatura contemporánea.

No pensaba leer el manuscrito de F, pero lo leí. Y lo hice como jugando.

Fue una noche en que los somníferos no pudieron contra mi insomnio. Cogí un lapicero rojo y me dije: Si encuentro más de diez erratas en la primera página, lo abandono. Hice una lectura atenta y minuciosa de esa primera página. Encontré más de veinte erratas, y sin embargo seguí.

Estuve de perdonavidas esa noche. Sin dejar de anotarlos, dejé las faltas ortográficas y los anacolutos a un lado y me centré en el contenido. Lo que no entiendo es cómo pude continuar. Lo usual es que me agoten las erratas y abandone el manuscrito en las primeras páginas.

Lo siguiente que hago en estos casos es mentir. Me reúno con el autor  y le digo que su texto me ha encantado, que es una pena que Mondadori no lo publique. Le digo que está perfecto y que solo falta afinar errores en lo concerniente a la corrección de estilo. Miento hasta que el tipo sonríe. Y allí tengo que detenerme. Los egos se inflan con facilidad. Nunca me había puesto a pensar en qué pasaría si dijese la verdad. Si en vez de arrojar falsos elogios, dijera que lo que acabo de leer ha sido un bodrio.

Con el texto de F pasó algo diferente. Quise tal vez ser un lector más sincero. Decir: Mira, tu novela es una mierda y tengo cómo demostrarlo.

La acabé muy de madrugada. Trescientas cuarenta y dos páginas llenas de aspas. Una novela de mierda.

2 comentarios:

  1. Muy buena la entrada! me he divertido mucho, sobre todo con la primera parte. A ver cuando me pasas tu libro un día que estés por la Alianza Francesa, yo paro por ahí, saludos!

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    1. Hola, Pollo. Gracias. A ver si nos vemos estos días, que ya ando más holgado de tiempo.

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